Verano
de finales de los 80, Xátiva (Valencia). En medio de una infinidad de luces y
sonidos estridentes, un mar de gente se abarrota entre los innumerables puestos
y paradas de la gran y centenaria feria de la ciudad. Mis padres, mi hermano
pequeño y yo vamos caminando entre la muchedumbre acalorada, dejándonos llevar
por aquella masa de gente empeñada en pasar por dónde casi no se puede. Hay en
verdad mucha gente. No obstante, es una feria importante y son muchas las
personas de distintos lugares las que acuden año tras año al fastuoso evento
que pone a Xàtiva, histórica ciudad de gran legado, en el centro de atención de
los focos. Los mil y un colores que tiñen los cientos de tenderetes que se
alinean a un lado y a otro de la calle, arremeten con fuerza hacia el
respetable al ritmo de los grandes éxitos de Camela o de la rumba catalana.
Aunque
más inolvidables son, cómo no, el “mezclote” de inconfundibles fragancias que emanan del lugar: el
dulzón aroma del azúcar de las nubes de algodón y de las manzanas de caramelo,
la penetrante fritanga de los puestos de hamburguesas, perritos calientes y
patatas fritas rebosantes de kétchup, el inconfundible y arrebatador aroma de los
gofres con chocolate, el intenso tufo a “cuero” de los puestos de bolsos y
carteras… todo debidamente acompañado por el alborozo general reinante repleto
de zumbidos y sonidos electrónicos de las atracciones, firmemente capitaneados
por la incasable cháchara de la tómbola de turno. ¡La tómbola! ¡La tómbola siempre toca, señores! Miren que Chochona.
¡Una Chochona para el caballero! Aunque no era precisamente la “Chochona”
que uno buscaba, al menos no te ibas con las manos vacías, como casi siempre
pasaba cuando te plantabas ante el puesto de tiro con rifle de aire comprimido,
que tras varios intentos, no podías sino corroborar que aquello estaba más
trucado que la Derbi GPR del quinqui de turno; eso, o el punto de mira del
rifle tenía más desvíos que la N-340. O quién sabe, tal vez todo junto... Ya lo
dijo nuestro buen Homer Simpson, la ley
del feriante… ¡es parte del encanto de la feria!
Pues bien, tras un rato
caminando en medio de toda aquella masificación de olores, colores, sonidos y
humanidad que forman parte inseparable de la feria, llegamos al centro mismo
del evento. Fue justo entonces cuando algo llamó poderosamente mi atención: un
nutrido grupo de chavales y niños revoloteando como afanadas abejas en un panal
ante unos oscuros bultos envueltos en un misterioso resplandor luminoso y atrayentes
cacofonías electrónicas. La inesperada y curiosa concentración de gente joven sobre
aquella sugerente masificación de extraños aparatos, significaba que allí
estaba pasando algo, y pese a mi corta edad (unos siete añitos), algo me gritaba
a toda voz que me acercara. Arrastré literalmente a mis padres hacia aquel
lugar, y justo entonces experimenté uno de los momentos que más fascinó a los
que vivimos aquella época (lo siento por los que no han tenido la suerte de vivir
aquel impacto): vi por primera vez máquinas recreativas.